Wednesday, March 16, 2005

Un triste Laberinto...

El cielo se oscurecía más y más... El tiempo pasaba de una manera casi imperceptible, como si cada segundo durara lo que un minuto. Y yo seguía perdido en aquel laberinto. Las paredes parecían unirse con las nubes allá en el cielo. Y a medida que todo se oscurecía, mis ojos ya no divisaban el final de los muros. Tan solo oscuridad. Tan solo penumbra.
Como en toda la jornada, las antorchas seguían iluminando el sendero. Sus vivaces llamas parecían ser infinitas, eternas.
La soledad era una constante en aquel Laberinto. Las antorchas y los muros eran lo único que podía llamar compañía. Los muros que servían de cauce para mi andar y las antorchas que me daban la luz para seguir, la luz para seguir buscando... Buscando... ¿Buscando qué?.
Hacía tanto tiempo que lo había olvidado. Si, creo que desde aquel encuentro con la Bruja de la Piedad. Oh, aquellos tiempos eran más llevaderos, sin la pesada carga de la soledad. Entrelazar nuestras manos en un abrazo del más cándido amor había hechizado mi corazón. Y fue por eso que estuve tanto tiempo con ella, tanto tiempo parado, tanto tiempo sin avanzar en este Laberinto que día a día se vuelve más complicado.
Si, cada día es más fácil volver al mismo punto. No puedo retroceder, no. Tan solo avanzar. Si equivoco el camino, tan solo volveré al mismo punto, traído por el mismo laberinto, por esos muros que parecieran mirarme desde sus mohosos y húmedos ladrillos. De vez en cuando encuentro unas pequeñas grietas entre las uniones y veo como la luz de ese sol que jamás puedo ver se filtra y me espía. Si, ese cíclope en el muro me espía y sigue atentamente mis pasos. Más de una vez me ha señalado el camino correcto con ese haz de luz tan travieso. Tal vez haya sido azar, o tal vez solo quiera ayudarme. Prefiero, hoy, pensar en lo segundo.
Las antorchas que iluminan los pasillos son muy particulares. Si bien su fuego es vivaz y muy brillante, solo hay 2 que iluminan hasta el más recóndito de los recovecos de cada pasillo. Digo 2, pero supieron ser 3 en un momento. Hace ya un tiempo bastante largo, solo 2 sobresalían del resto de las antorchas. Por su brillo, por su calor, por un algo casi inexplicable que hacía que me sintiera seguro cada vez que las miraba. Hubo un momento en que apareció una tercera, una nueva antorcha con esas características. Pero casi al mismo tiempo, una de las que estaban antes comenzó a menguar, a apagarse y ahora tan solo ilumina hacia mis espaldas, nunca más hacia delante.
La pérdida de esa antorcha es algo que todavía no he logrado comprender, algo que me llena de intriga y que, espero, pueda averiguar a la salida de este laberinto... Si es que existe tal salida.
Hubo un día, aquel en el que me alejé de la Bruja de la Piedad y mucho antes de que apareciera la tercer antorcha, en el que el sol pareció querer asomarse por encima de uno de los muros. Y con uno de sus rayos me mostró un camino muy extraño, un camino de espinas, lúgubre y totalmente oscuro. Tomé una de las antorchas más débiles y me dirigí a ese sendero. Las espinas eran filosas como navajas y no perdonaban ningún descuido. Así fue que, malherido, llegué a aquella cabaña. No reparé en consecuencia alguna y me apresuré a cruzar el umbral. Allí, sentada tras una mesa, el Hada de la Sonrisa me miraba con esos ojos que contagiaban ternura, paz, calma. Quise acercarme, pero a cada paso que daba, la mesa se alejaba. Cientos de pasos di hasta caer en la cuenta de lo insensato de mis intentos. Cabizbajo, tomé mi antorcha casi extinta y volví al pasillo del Laberinto, sin preocuparme por las espinas del camino. Con mi vestimenta hecha jirones y mil heridas en el cuerpo, me senté a observar mis antorchas. Y fue un largo rato el que me tomé. Pero, en ese lapso, más de una aumentó su brillo. Y su luz iluminó aún más el pasillo.
Con un valor renovado, me puse de pie y comencé a avanzar nuevamente. A la vuelta de cada esquina me esperaban mis antorchas iluminando todos y cada uno de los pasadizos de aquel laberinto.
Durante el tiempo que duró aquella situación, yo creí que me estaba acercando a la salida. Que era posible escapar, que había algo fuera, más allá de aquellas sórdidas y gigantescas paredes. Pero aquello ocurrió.
Si, mientras iba caminando por uno de los interminables pasajes, el cielo comenzó a llorar su desdicha con lágrimas de hielo. Yo, aturdido, no pude reaccionar y, cuando quise actuar, ya me encontraba patinando hacia un pasillo llamativamente oscuro, en el que solo las dos antorchas más brillantes eran capaces de prevalecer a la oscuridad.Y, en ese momento, caí por primera vez.

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