Sunday, May 15, 2005

La Bruja de la Piedad

En aquellos días en los que las antorchas que sobresalían del resto eran solo dos, en aquellos días en los que ni la princesa de la timidez ni el astrónomo habían aparecido en ocasión alguna. En aquellos días en los que ninguna antorcha era de cristal y en los que la torre de fuego aún me acompañaba, caminaba yo de la mano de la Bruja de la Piedad.
Ella había aparecido en mi laberinto como una antorcha. Pero tenía ciertas particularidades que la hacían ser muy diferente a las demás, ya que no alumbraba mucho, pero su calor era mucho mayor al de cualquier otra. Y eso había hecho que yo pasara eternas horas a su lado, contemplando su belleza y su calor.
Pasó el tiempo y yo tan solo me quedaba, como hipnotizado, parado a su lado. Incluso dejé de lado a todas las antorchas pequeñas. Parecía haberme olvidado de ellas. Porque solo tenía ojos para aquella hermosa antorcha.
Y llegó, así, el día en que desapareció. Y, en aquel momento, la más hermosa y cándida figura se dibujó a lo lejos, allí, casi en la penumbra donde solo los más audaces haces de luz pueden llegar. Avanzaba lentamente, parecía disfrutar cada paso. Incluso llegó a detenerse algunas veces y quedarse quieta, contemplando mis ojos que tan solo quería nqeu se acercara un poco más. Llegó hasta mi lado y tan solo tomó mi mano.
Sus ojos contemplaban los míos con decidida pasión y cada vez que yo no podía dar un paso, ella apretaba mi mano y, así, mantenía mi alma de pie. Era como si me obligara, de la manera más dulce que pueda existir, a no dejarme caer.
El dolor parecía no existir, así como los obstáculos de mi Laberinto brillaban por su ausencia, era como si todos hubieran desaparecido. Durante largas jornadas, ni siquiera la nube más pequeña osó interponerse entre el Sol y mis ojos. Nada malo podía sucederme.
O al menos eso creí.
Sin darme cuenta, mi alma había dejado de ver la realidad y tan solo tenía ojos para la bruja. Sin pensarlo me encontraba yo caminando casi rozando la pared más lejana a mis antorchas. En aquellos pasillos, para nada estrechos, la luz de mis antorchas se perdía y yo tan solo podía confiar en la rojiza luz que emanaba de una pequeña lámpara que la bruja llevaba colgando de su cuello y en mi Torre de Fuego, aquella que no iluminaba todos mis pasos, aún en la más tormentosa de las noches y en el más oculto pasillo de mi Laberinto.
Mil pasadizos sin salida tuve que enfrentar para tener el valor de alejarme de mi Bruja, de volver a mi lugar, allí junto a las antorchás que un día, sin saberlo siquiera, abandoné.
Verdadera tristeza reflejaron los ojos de mi Bruja el día que me fui de su lado. Traté de no mirar atrás y de apresurarme a volver junto a mis antorchas. Pero claro, mi ausencia había tenido un precio.
Cansadas de iluminar un vacío, varias habían desistido de brillar y eran tan solo triste ornamentos en mi pared. Adornos opacos que, desde su lugar, no dejaban a mis ojos mirar a otro lado.
La oscuridad era mi rival más temido, por lo que corrí desesperado hasta la Gran Antorcha y ahí me quedé.
Al parecer, a mi antorcha le agradó mi presencia, puesto que cada día yo la sentía más y más grande. Su luz era más brillante a cada segundo. A su lado, mis lágrimas comenzaron a secarse y las antorchas extintas a desaparecer.
Sin embargo, algo me sorprendió. Aquella antorcha tan calurosa que, aquel ya tan lejano día, se había convertido en mi Bruja, no había vuelto.
El tiempo pasó. El dolor de aquella separación parecía haber abandonado mi alma, pero seguía sintiendo yo un vacío en mi corazón. No había nada que me impulsara a seguir por aquel Triste Laberinto.
Hasta que un día, el día en que mi vacío pareció Infinito, vi, en las sombras, el inconfundible brillo rojizo de la lámpara de la Bruja de la Piedad. Y corrí hacia allí.
Ésta vez, mi ánimo era diferente. Quería yo que ambos camináramos junto a mis antorchas, por el camino iluminado. Ella, abatida por su soledad, aceptó de mala gana.
Nuevos días se sucedieron y ella no sonreía. Odiaba que su lámpara no iluminara tanto como las antorchas de la pared. Y dedicaba sus días y sus noches a maldecir esa diferencia.
Furioso conmigo mismo, le ofrecí el lugar que antes fuera solo de ella. Le pedí, entre lágrimas de profunda tristeza, que volviera la pared, que volviera a ser una antorcha como había sabido ser hacía ya tanto tiempo.
Y lo que sucedió después jamás había pasado por mi mente, ni siquiera en mi más oscura y tétrica pesadilla.
Esa antorcha que antes había sido del más intenso calor, era ahora una antorcha de hielo. De un hielo oscuro, casi negro. Ví como todas las antorchas a su alrededor menguaban visiblemente en su luminosidad, mientras ella crecía y crecía. Yo no lograba entenderlo. Y tan solo atinaba a quedarme a su lado, a contemplarla. Intentaba hacer lo mismo que había avivado tanto la llama de mi Gran Antorcha. Pero era inútil.
Ni el más crudo de los inviernos podía ser tan helado y cruel como era lo que sentía estando al lado de aquella antorcha tan extraña. Pero yo seguía a su lado, esperando, algún día, volver a ver es llama y sentir ese calor.
Pero caí enfermo.
Cuando la Torre de Fuego se derrumbó, mi desdicha fue total. Y corrí a refugiarme cerca de la antorcha de hielo, ya que, más que nunca, necesitaba del calor que había sabido darme. Pero nada había cambiado en ella. Tanto tiempo de cara a ese helado vendaval que provenía de aquella antorcha había terminado por vencerme y estaba yo rendido a los pies de ese macabro fenómeno que había mantenido a mi mente tan intrigada.
Débil, me incorporé y, lo más aprisa que pude, me aparté de la pared. Y quedé en ese punto en el que apenas si pueden iluminar mis grandes Antorchas. Y ahí me detuve, ahí decidí permanecer.
Y tal vez nunca hubiera salido de no haber sido por mi Antorcha de Cristal. Necesité de su luz y su calor para dar mi primer paso. Para dar mi primer paso y empezar a alejarme de aquella antorcha helada. De aquella que supo acompañarme como la Bruja de la Piedad.