Monday, April 25, 2005

Una triste despedida...

Llovía en mi laberinto... Las gotas que huían de las nubes capian ruidosamente y dejaban el suelo como un torrentoso río de lágrimas. con mis pies sumergidos en tal fenómeno, yo corría hacia ese reparo que el laberinto me ofrecía siempre al final de cada pasillo. Y ahí me quedé. Largas., eternas horas pasaron hasta que mis ojos no descubrieron más gotas en el aire. Incluso ya el Sol comenzaba a desvanecer algunos de los plomizos nubarrones que el cielo habían osado cubrir.
Me dejé bañar por los cálidos rayos del Sol para secar mis vestiduras. El atardecer ya se encontraba próximo, por lo que iba a ser imposible para aquellos cálidos haces culminar el cometido que yo había pensado para ellos.
Al momento en el que la pared más alta de mi infinito laberinto comenzó a impedir al Sol iluminar mi cuerpo, giré mi mirada hacia mis antorchas, las cuales, con su brillo y su calor, me invitaban a acercarme para terminar aquello que el Astro Rey había comenzado. Me paseé delante de todas ellas. Contemplando, no sin asombro, la vivacidad de sus llamas. Una fuerza invisible parecía animarlas a todas, haciéndolas danzar de la mano del viento sin el más mínimo descanso.
La Gran Antorcha y la Antorcha de Cristal, como siempre, habían aumentado su brillo y su calor. Siempre que llovía en mi laberinto, ellas dos crecían más y más. Grande y agradable fue mi sorpresa cuando ví que la Antorcha del Astrónomo había seguido a las anteriores y mostraba los mismos cambios que aquellas dos. Las antorchas menores completaban el cuadro. Todas ofrecían su flama para calentar mi cuerpo y mi alma y secar mis ropajes. Todas querían protegerme.
Excepto una.
Aún sin estar seco, me acerqué a aquella gran antorcha. A la que se encontraba más atrás y que era casi tan antigua como la Gran Antorcha. Si. Allí, iluminando tan solo el camino recorrido y sin compartir conmigo calor alguno, se encontraba la Antrocha de la Contradicción.
Llevaba ya bastante tiempo esa situación tan extraña, pero yo nunca me había atrevido a tocarla, a moverla. Siempre me había limitado a contemplarla con un asombro que denotaba una gran preocupación. Noches enteras había pasado yo mirándola, tratando de comprender lo inusual, lo inquietante de su comportamiento.
Pero esta noche era distinta. Todas las demás antorchas habían compartido conmigo su calor, su luz, y me habían dado el valor suficiente para estirar mis temblorosos brazos hacia aquella antigua pieza que, gracias a la luz y al calor de las dos antorchas más grandes yo había llamado, hacía ya un largo tiempo, la Antorcha de la Contradicción.
Mi primer intento, entre tímido y dubitativo, fue el de girarla, pero, conforme la iba miviendo, la dirección de su luz no sufría cambio alguno. La desesperación comenzó a hacer mella en mi mirada, que ya comenzaba a nublarse. Mis brazos temblaban, mi cuerpo se sentía cansado y mis piernas parecían estar a punto de ceder. Pero, de todas maneras, junté la fuerza necesaria en mi alma y me decidí a tomar la antorcha con mis manos para removerla de su base. La desesperación desapareció para dar lugar a la desolación cuando, con la antorcha en mis manos, el comportamiento de ésta permanecía inalterable. El calor continuaba brillando por su ausencia y la luz tan solo iluminaba el camino recorrido.
Antes de devolverla a su lugar de origen, a mi pared, tomé la decisión de ponerla justo enfrente de mi rostro. Y mi desilusión fue plena cuando noté que su luz, a escasos centímetros de mis ojos, lejos estaba de encandilarme, puesto que su luz era tan ténue como la más pequeña de las antorchas de mi muro. Un suspiro de resignación acompañó a mis brazos a depositar a la Antorcha de la Contradicción de nuevo en su lugar.
Con el paso de los días, la fuerza de aquella antorcha fue menguando. Cada noche su intensidad era aún menor y no mostraba síntomas de mejoría alguna. Hasta que, una triste noche de contadas y ténues estrellas, mis ojos, ahogados en la angustia de las lágrimas, descubrieron que la agonía de aquella antorcha había terminado. Su llama había desaparecido por completo.
Han pasado varios soles desde aquella noche en que el mar de llanto no cayó del cielo sino de mis desconsolados ojos. Sin embargo, allí, en la pared, sigue estando, extinta, la que fuera por tanto tiempo mi inseparable compañera. A la dí el triste nombre de Antocha de la Contradicción. Y a la que, aquella noche, saludé para siempre en un triste despedida...

Tuesday, April 12, 2005

De mis noches con el Astrónomo y la Princesa de la Timidez

Las noches estrelladas siempre han sido mis favoritas. Nada distiende más mi alma que quedarme sentado, en silencio, contemplando aquellas alhajas que el cielo nocturno luce tan orgulloso. Y, en esas noches, dos de mis antorchas desaparecen de la pared. Nunca logro verlas en el momento justo, porque siempre ocurre al mismo tiempo que, a lo lejos, veo aparecer dos siluetas que avanzan hacia mí. Un hombre y una mujer. El astrónomo y la Princesa de la Timidez.
Junto a ellos paso esas noches, cobijados por el fuego y el calor de las antorchas que, desde la pared, parecieran observarnos.
Más de una vez, la Princesa me obligó a contarle la historia de esa antorcha tan brillante y tan ornamentada. La historia de mi Antorcha de Cristal. Sus ojos denotaban solo sorpresa cuando mi relato llegaba al punto en el que las llamas me envolvían pero no me quemaban en absoluto.
El astrónomo, en cambio, centraba su atención en la Antorcha de la Contradicción. Le intrigaba mucho ese fenómeno tan inusual, ya que esa antorcha iluminaba solo hacia a tras. Llegó a incitarme a apagarla, pero le expliqué que yo no tocaba a mis antorchas, no influía en ellas, simplemente las dejaba ser. Y si esa antorcha no quería iluminar mi camino, que así fuera. Yo valoraba su luz, aunque solo iluminara el camino recorrido y nunca el camino por recorrer.
Cómo tal, el astrónomo, vivía mostrándome figuras que, casi graciosamente, las estrellas dibujaban en el oscuro manto del firmamento. Me enseñó que no hay solo estrellas y Sol allí, en el infinito. Que existe una gran variedad de cuerpos celestes, y prometió mostrármelos cuando pudiera terminar su libro.
Así pasaba yo mis noches, mis ojos se iluminaban cada vez que ellos aparecían, porque aliviaban la soledad de mis noches ahora que mi Vampiresa ya no se acercaba y la Bruja había quedado atrás.
Una noche, la que hasta ahora ha sido la última en compañía de ellos, el astrónomo me asignó un conjunto de estrellas en el cielo. Un conjunto de cuatro estrellas. El la llamaba “Cruz del Sur” y prometió que, en su libro, me explicaría por qué ellas eran para mí. Y en esa misma noche estrellada, ellos se fueron. Y nunca más volvieron. Pero, cuando hubieron desaparecido totalmente entre las penumbras del laberinto, en mi pared, al volver a aparecer las antorchas como cada noche, noté un detalle. Una, al volver, había tomado el tamaño y la fuerza las Tres Antorchas, las más fuertes.
Hoy ya no son tres, son cuatro.
Gracias a mis noches con el Astrónomo y la Princesa de la Timidez.